sábado, 21 de enero de 2012

Ella.

Dar con ella fue como cuando te van a hacer un truco de cartas y te dicen que escojas una, solo una, de entre una baraja entera: puro azar.
Atraía, como un imán, por su vitalidad y su soltura. No habían amarguras en su fachada, parecía como si no hubiera más de lo que podían llegar a ver tus ojos. Hasta ahí se quedaba la mayoría, yo fui más allá. Conocerla no fue cosa ni de un día, ni de una semana, ni de un mes, no, no. Fueron muchos meses hasta que por fin encontré la ventana delantera de su casa abierta, es decir, sus ojos. No era tonta, sabía que ella lo había hecho a propósito, así que sin pensármelo dos veces me colé dentro, por si se arrepentía. Pobre de mí si esperaba llegar a todas las partes de su ser desde allí, ella no era tan fácil, y a decir verdad, eso es lo que me gustaba. La ventana daba a una habitación con una única puerta, que, por supuesto, estaba cerrada. Entonces me dediqué a observar el cuarto, puse empeño y terminé memorizándolo todo. Llegué incluso hasta a hacerlo como algo mío. No era raro, era muy semejante a mí misma.
Lo aprendí todo: sus expresiones faciales, su forma de hablar (aunque cada dos por tres siempre añadía algo nuevo a su vocabulario), los diferentes tipos de besos, sus comidas favoritas, sus sueños…
Sin darme cuenta, un día, después de mucho tiempo, la puerta se abrió sola, y curiosa, cómo no, me adentré a la siguiente habitación. Esta era espeluznante, oscura y lúgubre. 

Mi cerebro tardó bastante en deducir donde me hallaba: en sus miedos.
Con la oscuridad apenas veía, pero en el fondo del cuarto me encontré a una niña que escondía su rostro entre sus rodillas mientras sus brazos las mantenían con fuerza juntas. Lloraba, no paraba de llorar, mientras murmuraba en voz baja recuerdos, sus recuerdos. Me senté a su lado y empecé a susurrarle palabras cálidas, intentando tranquilizarla. Sus lágrimas me destrozaban, y más el no poder secarlas. Al principio la niña parecía no oírme, pero al rato su llanto se convirtió en sollozos. Le pasé la mano por el pelo algo rizado, era tan pequeña… No pude contenerme y la abracé contra mí, muy fuerte. Estaba fría, congelada. Ella levantó su carita y me miró, de nuevo esa mirada que yo conocía tan bien… y todo se volvió negro.
Cuando abrí de nuevo mis ojos no sabía donde me encontraba, era una estancia algo oscura, pero de algún lugar proveía una luz azulada. Centré la vista queriendo saber mi localización y me quedé de piedra, todo a mi alrededor era de cristal. Estaba en un pasillo muy largo, pero este al final desembocaba en tres salidas. Caminé hasta esa intersección, y me llevé una tremenda sorpresa. Cada nuevo pasillo daba a nuevas salidas y así sucesivamente.
Me encontraba en un laberinto de cristal. Renaudé mi paso intentando encontrar la salida final, pero no llegaba hasta ella. Cada vez que pensaba que lo había conseguido un muro de cristal aparecía ante mí, como burlándose de mis intentos. Cansada, divagué sin rumbo fijo, sin importarme hacia donde iba... hasta que llegué al sitio de donde provenía la luz azulada.
Era un corazón, de donde venía la luz era un corazón. Un corazón enorme de cristal.
Un corazón frágil de cristal.
Era sumamente bello, lo más excepcional que había visto en la vida. Temía acariciarlo por si se rompía, era tan fácil desquebrajarlo…
Y ahí me quedé, no sé durante cuanto tiempo, mirándolo, embobada, cautivada, como quieras decirlo, pero en ese lugar.
Caí en un sueño profundo lleno de mundos mágicos. Y me encontré a mí misma delante de un espejo, mirando mi reflejo. La superficie del espejo comenzó a ondularse, y de él salió la niña del cuarto oscuro, pero esta vez no lloraba, sonreía de oreja a oreja. Me miró y me dijo: “Ya es hora de que tú vuelvas a tu casa y yo a la mía”, y con la misma me empujó de lleno hacia el espejo. Este me absorbió y de nuevo estaba en mi cuerpo, mirándola a ella. A la verdadera ella, con un mar de dudas en mi cabeza.
¿Qué demonios había sido eso?
Le estuve dando unas cuantas vueltas, pero terminé por comprenderlo, yo había estado dentro de ella, y ella dentro de mí. Nunca conecté tanto con alguien y todavía no me ha vuelto pasar algo así. Fue único y perfecto. Como estar en sintonía con el universo.
Así fue como nuestras vidas llegaron a sincronizar de manera inigualable. Nada era forzado, la coincidencia salía sola y le sacábamos todo el jugo que podíamos.
Por culpa de algunos sucesos, mi camino se separó del de ella en algunas ocasiones, nos extrañamos, pero fue necesario. Muchas veces mi almohada no era capaz de atraparme en su seducción y terminaba apoyada en la columna de mi habitación en tristes noches de melancolía, recordando su corazón de cristal y su belleza, que aún me cautivaban.
Cuando nuestros caminos volvieron a juntarse me dediqué a buscar cambios en ella para poder quitármela de la cabeza, había conseguido quitar las vendas de mis ojos y quería saber si mis recuerdos tan solo eran una ilusión.
No lo fueron y me vi en la misma situación: amándola, pero en esta ocasión fue sin desesperación. La quise con suavidad, dándole libertad plena, que mientras sus ojos me siguieran contando el mismo cuento de princesas, yo seguiría estando ahí para ella.
Llegó un nuevo año y yo seguía igual, más fuerte, más tranquila, más sencilla. Pero los ojos de ella empezaron a oscurecerse lentamente. Yo lo veía, pero pensaba que sería tan solo una época. Intenté ayudar en lo que pude, pero no fue suficiente, nunca fui suficiente. Sus ojos dejaron de mostrar belleza a ser solo pura tristeza, el cristal se volvió frío. Me quemaban, a veces conseguía derretir ese hielo con mi magia y el recuerdo de nuestro cuento fantasioso, pero era inútil, no tenía suficiente fuerza y me rendí. No puedes ayudar a alguien que necesita hundirse por sí solo. Tiene que llegar al fondo para poder decidir que eso no es lo que desea. La dejé, con plegarias de volver a ver algún día a la niña y no a la muñeca de trapo. Y así fue, tras unos meses en los que viví en un silencioso anonimato. La niña volvía en ella y en mí la dulce satisfacción de quien ve un pájaro volar libre después de mucho tiempo cautivo.
Hay ciertas cosas de esta vida que no puedo olvidar, y entre ellas está su sonrisa y sus lágrimas. Tan dulce y tan amargas que son capaces de conmoverme en mis momentos de insomnio. Y ella viene, y me pide escribir, y yo solo puedo concedérselo. 

Porque no es cualquiera, es ella.

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